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La comadre de la muerte invernal

Por José M. Pulido

Tal parece que algunos, aunque no quisieran o aunque no lo hubieran pedido, nacieron con el don o la habilidad sobrenatural de poder dar un paso al etéreo y misterioso mundo de “el más allá.”

Algunos hasta tienen la habilidad de poder ver y aun de comunicarse con los espeluznantes seres que merodean en las tenebrosas penumbras de la noche del mundo espiritual encontrado dentro del perímetro de los límites de la escalofriante “dimensión desconocida.”

En esa dimensión desconocida habitan fantasmas caprichosos que asustan al ser humano sin razón; otros espíritus de humanos o de animales son burlones, petulates y envidiosos que odian al ser viviente porque ellos ya no vivien y nosotros sí. Otros son ánimas en pena que nunca se fueron ni al cielo ni al infierno y por eso andan merodeando en las penumbras tenebrosas por la eternidad. Tinieblas, sólo tinieblas existen para las ánimas en pena y todo por no haber obedecido las cosas de Dios.

Hay una línea muy fina entre la realidad y la superstición. ¿Será verdad o será ficción? usted se ha de preguntar. Al leer esta historia, usted decida. Y ¿sabe usted por qué unos sí pueden ver a los fantasmas de ultratumba y otros no? Los que no pueden verlos es porque su naturaleza no podría soportar tal impresión. El corazón de muchas personas no pudiera resistir el ver un amenazante aparecido de “el más allá.” El ver aparecidos no es apto para cardiacos.

Mi abuelita Herlinda, aunque era muy apegada a las cosas de Dios, aparentemente y sin pedirlo, nació con la habilidad de poder dar un paso a dicho mundo desconocido y ver lo que hay en la mencionada zona divisoria localizada en medio de el mundo material y el mundo espiritual. Desde niño mi abuelita, a quien sus nietos llamábamos “güelita” o “abue,” me contaba de los cientos de fantasmas y apariciones sobrenaturales que había visto durante su vida. “¿Y no te asustan güelita?”, le pregunté con los pelos erizados, ojos pelones y el cuero enchinado, después de oír una de sus tantas espeluznantes y macabras historias. “Ya me acostumbré hijito,” me respondió. “De tantos que he visto que ya no me asustan,” agregó. Mas al principio sí la asustaban, admitió.

Esa tarde de verano de 1966, estando en la casa de mi abue en Tampico, Tam., de manera espontánea y en un período de como de tres horas, ella me contó cuando menos 300as historias cortas de diferentes apariciones sobrenaturales que había visto a través de su vida; sólo ella sabía cuántas más tenía guardadas en su memoria pero que no tuvo tiempo de contármelas esa vez.

Mi “abue” nació en 1903 y murió en 1977. Su esposo, mi abuelo Moisés, nació en 1874. El abuelo era soldador y trabajaba en Pemex. Un día del invierno ventoso y frío de 1942, estaba el abuelo soldando en las calderas localizadas en el fondo de un buque de carga anclado en el puerto de Tampico. Esa parte del buque carguero es normalmente muy caliente. Con el calor agregado de la soldadura, el fondo del buque estaba más caliente de lo normal. El abuelo estaba sudando copiosamente mientras soldaba.

Al final de la jornada, mi abuelito salió del caliente buque al aire frío y no traía chamarra. Al golpearle el aire frío en su mojado cuerpo, le pegó “una pulmonía fulminante,” dijo mi madre Eva que así la describió el doctor. “Casi le desintegró los pulmones,” agregó ella. Esa noche mi abuelito empezó a sentirse mal; al siguiente día trató, pero no pudo levantarse de la cama para ir a trabajar. En esos años no había antibióticos, al menos en esa área de México; hoy, una pulmonía se cura fácilmente con antibióticos. Mas la salud del abuelo se empeoró cada día; afortunadamente, debido a que él era de una fuerte condición física, pudo resistir la enfermedad, me confirmó mi madre.

Pasó una gris y fría tarde de la tercera semana de su enfermedad. Llegó la noche, también fría y lluviosa. Para este entonces, ya los amigos, compadres, comadres y vecinos sabían de la enfermedad del abuelo. Esa lluviosa noche, la muerte andaba rondando la casa de mi abue.

En ese momento, alguien toca a la puerta, “toc toc toc;” mi abue acude a abrirla. Al abrir la puerta y ver quién estaba afuera en la lluvia, se espanta y grita un largo “A-a-a-a-a-y,” y comienza a llorar desconsoladamente con largos sollozos lastimeros. “¿Qué le pasa comadre? ¿Qué le pasa, por qué llora? ansiosamente le preguntaba la visitante, quien resulto ser Doña Lupe, una de sus comadres quien venía a ver cómo seguía mi abuelo.

Después de unos largos minutos mi abue recobró su compostura lo más que pudo; al secarse las lágrimas con un pañuelo, observa a la visitante detenidamente y dice, “comadre, en lugar de verla a usted, vi a la muerte parada a la puerta.” Al describirla, dijo que la vio como a una mujer alta que deduje que sería como de siete pies de altura; la muerte traía un chal color de rosa puesto. La cara no se le veía muy bien pero mi abue logró ver que tenía las oquedades de los ojos oscuras y vacías como las de una calavera.

En realidad, la comadre Lupe media como cinco pies de altura y sí traía un chal de color “de rosa” esa vez, dijo mi madre. Pero dicho y hecho, al siguiente día, como a las 10 de la mañana del siete de febrero, desafortunadamente mi abuelito Moisés falleció a la edad de 68 años; dejó una viuda y tres hijas.

Al menos mi abue, con su habilidad natural de poder ver los seres del “mas allá,” pudo saber que la muerte ya venía a llevarse a mi abuelo. Esto es lo que me contaron mi abue y mi madre. Así fue como sucedió el suceso; eso dicen dondequiera y eso mismo digo yo.

Lic. José M Pulido
W-104-AB Troxell Hall
424 North Sugar Road
Edinburg, Texas 78539
(956)381-2581 Room West 104
E-mail: mateo18@hotmail.com

Publicación November 5, 2022
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