layout: post tags: relato date: 2020-11-24 09:00:00 title: El caballero delgado de las manos enguantadas —

EL CABALLERO DELGADO DE LAS MANOS ENGUANTADAS

August Derleth

A primera vista se hubiera pensado que Corbin Bellaman era un viejo comerciante retirado. Una segunda mirada lo habría hecho parecer como un individuo benigno e inofensivo que vivía rodeado de nietos. A decir verdad, Bellaman era decididamente un personaje algo siniestro; abogado astuto de unos sesenta años de edad, era desde hacía ya veinte años el último recurso de rateros, asesinos, estafadores, y excéntricos. A esta última categoría pertenecía Alonzo Potter. Bellaman cortejó a la fortuna con bastante éxito durante dos décadas y varios años más; pero Alonzo Potter fue su ruina, aunque no en la forma que uno podría sospechar. El abogado se llevó muy bien con Alonzo cuando éste vivía; pero Alonzo muerto fue harina de otro costal.

Alonzo Potter -uno de los pocos entre los numerosos clientes de Bellaman- no era un criminal. Es decir, no lo era a las claras; el caso es que nadie sabía mucho de él, excepto que escribió un libro que mucha gente quemó con mucho revuelo público y privado, ya que el volumen pretendía descubrir los secretos de la magia negra, la necromancia, brujerías, y otras cosas por el estilo. En la época en que Bellaman conoció a su cliente, Potter era ya un anciano marchito y encorvado que se trasladaba de un lado a otro con la ayuda de un bastón, y al que siempre acompañaba un individuo alto y desgarbado que marchaba a cierta distancia detrás de él, como un mendigo, y quien llevaba siempre la cabeza gacha y no pronunciaba palabra alguna.

Esto podría haber ocasionado muchos comentarios si Potter hubiera salido con frecuencia de su casa; mas no lo hacía. El anciano pasaba sus horas en su casa de Soho, viviendo tranquilamente, a pesar de los extraños relatos que circulaban respecto a las cosas raras que sucedían en su morada, y muriendo finalmente en paz, después de dejar a Bellaman el encargo de ejecutar su testamento, en el que se vio que quedaba pendiente un asuntillo de unas cincuenta mil libras esterlinas para ser entregadas a la señorita Clarice Tregardis, un viejo amor de Potter.

A pesar de sus tratos con la gente del hampa, Bellaman no había visto en su vida toda esa suma junta, y la perspectiva de tener tanto dinero en sus manos le resultaba emocionante. Empero, no entró en su cabeza la idea de apropiarse de ese dinero hasta después de haber visto a la beneficiaria del testamento. Había imaginado que la señorita Tregardis sería una jovencita bailarina, dueña de un pasado dudoso y un presente nublado; mas cuando se presentó ella en su oficina, en respuesta a su llamada, resultó ser una anciana muy simpática que no tenía la menor idea del motivo de que se la hubiera mandado buscar, y recordaba que Potter fue uno de sus rechazados admiradores.

-Un buen muchacho, señor Bellaman -declaró la anciana-, y durante largo tiempo fuimos muy buenos amigos…, pero el tiempo y los acontecimientos… Ya sabe usted cómo son esas cosas, señor Bellaman.
-Bien, le ha dejado a usted todo su dinero, señorita Tregardís -replicó Bellaman.
-¡Cielos! ¡Qué sorprendente! Aunque siempre solía hacer las cosas más raras. ¿Es mucho?

Fue entonces cuando se le ocurrió a Bellaman la idea de apropiarse de parte del dinero del muerto; desde el primer momento se había dicho que cargaría abultados honorarios por actuar como ejecutor del testamento, pero ahora comprendió que la señorita Tregardis no sabía cuánto dejaba Potter, y, ya que era una mujer pobre, cualquier cantidad le resultaría satisfactoria.

-La suma exacta no ha sido calculada todavía, señorita Tregardis -dijo cautelosamente el abogado-, pero cuando se hayan deducido los impuestos a la Corona, estoy seguro de que tendrá usted lo suficiente como para vivir cómodamente durante algún tiempo.
-¿De veras? -exclamó ella-. Entonces tal vez pueda comprarme algunos vestidos, un abrigo y hasta pueda que me sea posible amoblar de nuevo mi departamento.
-Creo que sí -convino Bellaman. Podía prometerle eso; no amenguaría en mucho el total de la suma dejada en sus garras de ave de rapiña-. ¿Querría usted nombrar abogado, o le parece bien que me ocupe yo del asunto?
-Oh, si Alonzo confiaba en usted lo mismo puedo hacer yo -replicó la anciana tímidamente, y se retiró.

Bellaman no había creído que le resultara tan fácil.

De inmediato formuló sus planes. Claro está que no correría riesgos innecesarios; la anciana tal vez tuviera algún pariente curioso que podría meter las narices en el asunto y pedir las cuentas; de manera que, para prevenir tal contingencia, Bellaman se dispuso a preparar documentos falsos y una cuenta de gastos satisfactoria para cualquiera.

Por cierto tiempo consideró la idea de volar con toda la fortuna; mas, después de pensarlo mejor, decidió quedarse para no tener que abandonar el barrio al que estaba tan acostumbrado.

Sus planes quedaron terminados, y los documentos listos con la ayuda de un viejo maestro en el arte de la falsificación.

Comenzó por abstraer una suma modesta -mil libras- para jugar a las carreras. Lo hizo con la idea de que si ganaba una buena cantidad no necesitaría deducir tanto como pensara de la fortuna de Potter. El juego era una de las debilidades do Bellaman, y podría tener fortuna propia si no hubiera insistido en duplicar o triplicar todos los honorarios que cobraba, con el resultado poco halagüeño de que vivía a salto de mata.

Perdió las mil libras.

Es más, tuvo una experiencia muy desagradable en el hipódromo. Acababa de apostar el dinero cuando se imaginó que alguien le tocaba el hombro, y al volverse no vió a ningún conocido; pero luego, a poca distancia, distinguió a un caballero alto y delgado que lucía un sombrero hongo muy parecido al de Alonzo Potter, y cuya figura le resultó familiar. Se volvió de nuevo, preguntándose dónde le había visto antes, y de pronto lo recordó. Tratábase del silencioso acompañante que siempre andaba con Potter, y quien desapareciera por completo el día en que se halió muerto al anciano. Volvió a mirar, pero el hombre había desaparecido.El aspecto desagradable de este incidente trivial no residía en el acontecimiento, sino la molestia que causó a su conciencia, especialmente después que perdió el dinero.

Antes de volver a echar mano a los fondos de Potter, Bellaman decidió indagar respecto a la identidad del acompañante de Potter y descubrir si el hombre sabría algo que pudiera decir a Clarice Tregardis. Se ocupó del asunto durante una semana, utilizando todas las fuentes de información que el hampa podía ofrecerle.

Al cabo de ese tiempo no poseía más datos que los que tenía antes.

Nadie sabía nada en absoluto respecto al acompañante de Potter, excepto que nunca le oyeron hablar, nadie le vio la cara, usaba siempre guantes, era delgado hasta el punto de ser esquelético, y marchaba detrás de Potter más como un perro que como un ser humano. Todo el mundo concordaba en que el hombre desapareció después de la muerte del anciano. Aunque la falta de información fastidió a Bellaman, sin embargo, la unanimidad de opinión respecto a la desaparición del individuo le resultaba tranquilizadora.

Olvidó el incidente, llegando a la conclusión de que había confundido a alguien con el cadavérico compañero de Alonzo Potter.

Al cabo de una semana, probó suerte una vez mas en las carreras, esta vez con dos mil libras. Le llenaba esa sublime confianza que obsesiona al jugador y le hace creer que puede recobrar las pérdidas previas como por arte de magia, convenciéndole que cada vez que se aventura, la suerte debe acompañarle.

Mas no fue así para Bellaman. Todo lo contrario.

No sólo perdió las dos mil libras de Potter, sino también dieciséis de las propias. Más aún, durante todo el trayecto de regreso a su oficina no pudo quitarse de la cabeza la idea de que le seguían. Naturalmente, siendo culpable de innumerables pecadillos, se imaginó que la policía pudiera estar vigilándole, y se mantuvo en guardia contra todo el que vestía de uniforme. A poco comprendió lo ridículo de su conducta, y su radio de visión se hizo más general. Fue entonces cuando vió al hombre delgado, de los brazos caídos y los dedos enguantados, que le seguía a una distancia de media cuadra.

Detuvo al primer transeúnte con quien se encontró, le tomó del brazo y le dijo:

-Perdone usted, he perdido los lentes y estoy esperando a un amigo. Es un individuo alto y delgado que arrastra los pies al caminar, usa guantes y lleva la cabeza gacha de manera que el rostro no se le ve. Me pareció que le oí marchar detrás mío; pero no veo lo suficiente como para asegurarme. ¿Viene detrás mío alguien que se ajuste a esa descripción?

Después de mirar a su alrededor, el transeúnte miró de reojo a Bellaman, como si sospechara que el abogado estaba bebido, y le aseguró que no había por los alrededores nadie que se ajustara en lo más mínimo a esa descripción.

Con la frente inundada de transpiración, Bellaman se encaminó directamente a su oficina y sacó del cajón el testamento de Potter, pensando que tal vez se le hubiera pasado por alto alguna referencia a ese misterioso compañero, y en la esperanza de que la descubriría sin demora.

Así fue.

“En cuanto a Simeón Brown, que ha sido mi compañero constante durante varios años, se le considerará libre de la obligación que tiene conmigo, cuando se hayan cumplido las cláusulas de este testamento”. Eso era todo; no había más. Después de leer la cláusula una docena de veces, Bellaman estaba más confundido que nunca. Contemplando el asunto desde cualquier punto de vista, no tenía sentido. ¿Qué obligación? ¿Cómo podía el difunto Potter “liberar” a Simeón Brown, ese caballero alto de las manos enguantadas, que se manifestara en forma tan extraña en dos oportunidades? No, todo eso era fantástico.

Todo era fantástico menos el individuo de los guantes. Bellaman podría haberse equivocado la primera vez, pero no la segunda. El abogado no era ningún tonto. se notaba que había algo raro en el asunto. Vagamente inquieto, el pillastre proyectó irse de viaje por un tiempo… llevando como acompañante todo lo que pudiera cargar de la fortuna de Potter.

Pagó el impuesto a la Corona, preparó una cuenta monstruosa, y convirtió en dinero efectivo todas las acciones de su propiedad… por si acaso se le ocurría no regresar más. Luego pensaba enviar un cheque de mil libras a la señorita Tregardis, confiando en que la anciana se mostraría plenamente satisfecha con esa suma en lugar de lo que le correspondía y cuya existencia ignoraba.

Empero, razonó, antes de hacer nada apresurado, no perdería nada con investigar el asunto de Simeón Brown. Desde aquella vez que le viera por la calle, Bellaman no había vuelto a ponerle la vista encima; no se le ocurrió pensar que tal vez se debía ello a que no tocó el dinero de Potter en todo ese tiempo.

Practicó una investigación minuciosa, leyendo los documentos de Potter.

Se encontró con muchas referencias extrañas a temas que pertenecían a la Edad Media, cuando la gente tenía un saludable respeto por las brujas, magos y otros personajes parecidos, y cuando los encantamientos y pociones mágicas estaban a la orden del día. Le resultó curioso reflexionar que los viejos reclusos, tanto hombres como mujeres, parecían dedicarse al espiritismo.

Pero, las actividades del difunto señor Potter no entraban en esa categoría.

El anciano había sido un brujo, y aunque modesto, fue un buen brujo. Sabía cómo adaptar los más difíciles encantamientos antiguos para su propio uso, y dejó muchos de esos encantamientos, en su mayoría escritos en latín, de manera que Bellaman no se molestó en descifrarlos. Empero, fue entre ellos donde el abogado vio el nombre de Simeón Brown, seguido por lo que parecía ser una dirección: 37, 213 Upper Leshaway. Al menos eso es lo que parecía ser; Bellaman no estaba seguro, pues la escritura de Potter era casi ilegible. No encontró nada más.

Y aun esto resultó ser una pista falsa, pensó Bellaman, cuando fue en busca de esa dirección, pues 213 Upper Leshaway no era una casa, sino el número en el portón de un cementerio. Sin duda interpretó mal la escritura del difunto. Había un Latterby Lane, y también una Leshly Street… tal vez fuera una de esas dos direcciones; pero ambas se hallaban a tal distancia de su oficina que Bellaman no quiso ir a comprobar si serían las que buscaba.

No obstante, antes de dar el paso decisivo, tomó nota cuidadosa de sus investigaciones, junto con la suposición de su posible error, y emprendió la marcha para verse con tres de sus viejos amigos, dos de los cuales eran personas entendidas en medicina y habían conocido a Potter. Con una franqueza extraña en él, Bellaman les relató sus experiencias con Simeón Brown.

Peter Benfield, el mayor de todos ellos, opinaba que ese individuo debía ser el mismo Brown con qulen Potter tuviera tantas dificultades largos años antes.

-No, Sim murió hace muchísimo -manifestó Pearson.
Benfield sonrió en forma extraña y se volvió hacia Bellaman.
-Te diré, Bellaman -declaró- es posible que te esté persiguiendo el familiar de Potter.

Los otros aprovecharon la coyuntura para burlarse del abogado. Intercambiando guiños, afirmaron que no podía haber la menor duda de que Bellaman era perseguido por el familiar de Potter. Molesto, Bellaman pidió que alguien le explicara el sentido de la broma que le hacían.

-Pues -dijo Benfield-, un familiar, o mejor dicho un demonio familiar es un compañero que se atrae desde más allá de la vida para que sirva y obedezca al brujo que lo atrajo. Este coloca sobre el familiar un encantamiento para ligarlo a él.
-¿Un fantasma? -preguntó Bellaman, haciendo un esfuerzo por ocultar su ira.
-Bien, no creo que se le podría llamar fantasma -repuso Benfield-. Pero, por otro lado, podría serlo… o un esqueleto, un duende, hasta un cadáver.

Rió alegremente, para el gran disgusto de Bellaman, pues no pudo así adivinar si Benfield bromeaba o no. ¿No sería muy característico del viejo Potter el dar órdenes a Simeón Brown?, comentó luego Benfield. Pero Pearson, que era hombre muy práctico, volvió a decir que Brown había muerto varios años atrás.

En lugar de aclarar el asunto, le pareció a Bellaman que no hacía más que oscurecerlo. Esto era muy molesto para un hombre de su calibre, y fue inevitable que dejara de lado todo el asunto y siguiera adelante con sus planes.

Ya el pago del impuesto fue algo muy honrado.

La cuenta falsa la guardó en sus archivos por si sobrevenía una investigación durante su ausencia.

Despachó luego el cheque de mil libras por el último correo, y esa noche partió hacia Paddington a fin de tomar el tren para Aldershot desde donde cruzaría el canal y se perdería en Francia o Suíza. Pero el hombre propone y Dios dispone.

No acababa Bellaman de salir del edificio en el que se hallaba ubicada su oficina, cuando notó que alguien caminaba detrás de él. Era una noche oscura, y al principio, ocupada su mente en reflexiones sobre sus planes, no prestó atención a lo que le rodeaba. Recién al pasar bajo el farol de la esquina se hizo cargo de que los sonidos que le seguían eran algo así como pasos que se arrastraban. De inmediato giró sobre sí mismo.

¡Era el hombre delgado de las manos enguantadas!

El pánico se apoderó de Bellaman. No creía en lo que le dijeran sus amigos Benfíeld y Pearson; mas no se podía negar que había algo sobrenatural en la aparición del amigo de Potter en estos momentos. Palpó el bulto producido por la billetera en el bolsillo de su americana y comprobó que aun estaba allí el dinero. Acrecentó la rapidez de sus pasos, mientras su mente ágil trataba de hallar un camino de escape.

Vio una cortada que llevaba hacia una calle brillantemente iluminada, en la que podría tomar el subterráneo para la estación de Praed; era un atajo, y desaparecería entre sus sombras. Bellaman tenía una posibilidad más de alejarse de su perseguidor. Por consiguiente. cruzó la calle, manteniéndose entre las sombras, y en el momento oportuno se coló por la calleja.

Si hubiera tenido una mente honrada habría pensado dos veces antes de obrar como lo hizo. Empero, su discernimiento era limitado, y al principio, cuando oyó los pasos del hombre delgado que seguía persiguiéndole, sólo se fastidió porque el individuo le hubiera visto entrar en la calleja. Luego notó que su perseguidor apuraba el paso; realmente, al cabo de unos segundos, el hombre estaba casi encima de él.

¿Sería posible?

Se volvió sobresaltado y miró hacia atrás.

De la oscuridad de la calleja salió un par de largos brazos flacos terminados en dedos enguantados que se le echaban a la garganta, y algo más atrás vio una cara espantosa cuyas cuencas vacías parecían relucir con deleite infernal en cuya boca sin labios se notaba un rictus de gozo diabólico.

Bellaman no tuvo tiempo ni siquiera para gritar.

A la mañana siguiente la señorita Clarice Tregardis recibió el cheque de mil libras que le enviara Bellaman; halló también en su buzón una billetera bien repleta de billetes, y cuyo contenido, agregado al cheque, sumaba la cantidad precisa que la señorita Tregardis tenía derecho legal, según el testamento del señor Potter, menos lo deducido por impuestos a la Corona.

La desaparición del abogado causó extraordinario revuelo.

La policía llegó al fin a descubrir esa dirección que Bellaman escribiera, y de inmediato fué allí a investigar. Como poseían ellos mucha más imaginación que el difunto pillastre, se encaminaron hacia el cementerio de Upper Leshaway, y fueron directamente hacia el solar 37, suponiendo que tal sería el significado de la dirección.

Así era. En el solar 37 se hallaba la tumba de un tal Simeón Brown. Es más, se notó de inmediato que la tierra de la sepultura había sido removida recientemente; de manera que se pidió una orden de exhumación y se abrió la tumba.

En su interior se halló el cadáver de Corbin Bellman, a quien habían estrangulado y maltratado horriblemente, junto con los restos del mencionado Brown, ya en estado de descomposición. Este último, del cual casi quedaban solamente los huesos, era un individuo delgado y alto, y sus huesudos dedos enguantados rodeaban el cuello de Bellaman.

El espectáculo resultó espantoso, aun para los detectives de Scotland Yard. La policía publlcó una firme declaración con respecto al escandaloso trato dado al cadáver del asesinado Corbin Bellaman, anunciando que el misterio sería aclarado por los cerebros maestros que se alojan detrás de los muros de ese sacrosanto santuario de misterios.

Pero, claro está, nunca lo fue.

El caballero delgado de las manos enguantadas.
August Derleth. Trad. Julio Vacarezza
Cuentos del más allá. Centauro, 56
Acme Agency, 1951